Sex, Gender, and the New Essentialism is now available in Spanish! Many thanks to SOMOS LA MITAD for the translation.
Breve prefacio: Este es el primero de una serie de ensayos sobre sexo, género y sexualidad. Si estás de acuerdo con lo escrito, fenomenal. Si no estás de acuerdo con nada de lo que leerás a continuación, también está perfectamente bien. De cualquier manera, tu vida no se verá afectada por nada de esto una vez que cierres esta pestaña independientemente de lo que pienses sobre este post.
Me niego a seguir callada por miedo a que se me etiquete como mala feminista. Me niego a seguir callada mientras otras mujeres son sometidas al acoso y derribo por sus opiniones en torno al género. En nombre de la sororidad, este texto está dedicado a Julie Bindel. Puede que nuestros puntos de vista no siempre coincidan, pero agradezco mucho su trabajo para acabar con la violencia machista contra las mujeres. En palabras de la gran Audre Lorde: “Soy intencionada y no le tengo miedo a nada”.
Cuando me matriculé para formarme en Estudios de Género, mi abuelo me apoyó —contento de que por fin hubiera encontrado la dirección para encaminar mi vida y de que hubiera desarrollado una ética de trabajo que nunca se llegó a materializar durante mis años de colegio— aunque le sorprendía el tema. “¿Para qué tienes que estudiar eso?” Me preguntó. “Yo te lo puedo enseñar gratis: si tienes partes masculinas*, eres un hombre. Si tienes partes femeninas*, eres una mujer. No tiene más misterio, no necesitas una carrera para saber eso”. (*Las convenciones sociales nos impedían a mi abuelo y a mí usar las palabras pene o vagina/vulva en esta conversación o en cualquier otra que mantuviéramos.)
Mi reacción inicial fue el shock: después de haber pasado demasiado tiempo en Twitter y habiendo sido testigo de la extrema polaridad del discurso en torno al género, era consciente de que expresar una opinión como esa en las redes sociales conllevaría el riesgo de convertirte en el sujeto de una campaña de abuso continuado. Sin embargo, siendo blanco y varón, deduje que —si mi septuagenario abuelo decidiera aventurarse a usar Twitter— probablemente estaría a salvo de tal abuso, que normalmente y casi en su totalidad se dirige a las mujeres.
Y además, el escuchar ese punto de vista expresado con esa naturalidad, el estar juntos, sentados en el jardín de casa; nos situaba a un mundo de distancia de las tensiones del espacio digital, del miedo de las mujeres a ser etiquetadas como ‘malas feministas’ y a convertirse en blanco del acoso público. Esta conversación con mi abuelo me llevó a considerar no sólo la realidad del género, sino también el contexto del discurso de género. La intimidación es una táctica silenciadora muy poderosa —un ambiente gobernado por el miedo no conduce al pensamiento crítico, al discurso público o al desarrollo de ideas.
Hasta el final de su vida, mi abuelo permaneció completamente ignorante ante el cisma que el género había creado en el movimiento feminista, una división conocida como la guerra de las TERF. Para las no iniciadas, TERF son las siglas en inglés de Feminista Radical Trans-Excluyente (Trans-Exclusionary Radical Feminist) —un acrónimo que se usa para describir a las mujeres cuyo feminismo es crítico con el género y que abogan por la abolición de la jerarquía. Lo que cada una entiende por género es sin duda la principal fuente de tensión entre las políticas feministas y las políticas queer.
La Jerarquía de Género
El patriarcado depende de la jerarquía de género. Para desmantelar el patriarcado —objetivo central del movimiento feminista— el género debe ser abolido. En la sociedad patriarcal, el género es lo que hace que el hombre sea el estándar normativo de humanidad, y que la mujer sea lo Otro. El género es el causante de que la sexualidad femenina esté tan estrictamente controlada —las mujeres somos putas si permitimos a los hombres el acceso sexual a nuestros cuerpos y somos unas estrechas si no lo hacemos— y de que no se juzgue de la misma manera la sexualidad masculina. El género es la razón por la que las mujeres que son abusadas por hombres sean culpabilizadas y públicamente avergonzadas —’lo estaba pidiendo a gritos’ o ‘iba provocando’— mientras el comportamiento de los hombres abusadores se suele justificar con un “ya sabes cómo son los hombres” o “en realidad es un buen hombre”. El género es la razón por la que se premia a las niñas que son cuidadosas, pasivas y modestas, cualidades que no se fomentan en los niños. El género es la razón por la que los niños son premiados por ser competitivos, agresivos y ambiciosos, cualidades que no se fomentan en las niñas. El género es la razón por la que se considera a las mujeres como una propiedad, pasando de pertenecer a sus padres a pertenecer a sus maridos a través del matrimonio. El género es la razón por la que se espera de las mujeres que hagan el trabajo doméstico y emocional a la vez que la gran mayoría de los cuidados, y de que estos trabajos sean devaluados e invisibilizados por considerarse femeninos.
El género no es un problema abstracto. En Reino Unido, cada tres días hay una mujer asesinada por un hombre. Se estima que, cada año, 85.000 mujeres son violadas por hombres en Gales e Inglaterra. Una de cada cuatro mujeres británicas sufre violencia a manos de su pareja masculina, cifra que aumenta a una de cada tres a escala global. Más de 200 millones de mujeres y niñas, en vida a día de hoy, han visto mutilados sus genitales. La liberación de las mujeres y las niñas de la violencia de los hombres y de la violencia usada para mantener esta diferencia de poder, es un objetivo fundamental del feminismo —objetivo que es del todo incompatible con la aceptación de las limitaciones que impone el género como frontera de lo que es posible en nuestras vidas.
“El problema con el género es que prescribe cómo debemos ser en lugar de reconocer cómo somos. Imagina lo felices que seriamos todos, lo libres que seríamos de ser nosotros mismos, si no tuviéramos la carga de las expectativas de género… los niños y las niñas son innegablemente diferentes biológicamente, pero la socialización exagera las diferencias y da paso a un círculo vicioso.” – Chimamanda Ngozi Adichie, We Should All be Feminists
Los roles de género son una prisión. El género es una trampa construida socialmente y diseñada para oprimir a las mujeres como casta sexual en beneficio de los hombres como casta sexual. Y la importancia del sexo biológico en esta dinámica no puede ser ignorada, pese a los recientes esfuerzos por redefinir el género como una identidad en lugar de una jerarquía. La explotación sexual y reproductiva de los cuerpos femeninos son bases materiales de la opresión de las mujeres —nuestra biología es usada por nuestros opresores, los hombres, para dominarnos. Y aunque hay una pequeña minoría de personas que no encajan en el binarismo del sexo biológico —las personas intersexuales—, esto no altera la naturaleza estructural y sistemática de la opresión de las mujeres.
Las feministas han criticado la jerarquía de género durante cientos de años y por buenas razones. Cuando Sojourner Truth trató de deconstruir la feminidad, criticó cómo la misoginia y el racismo anti-negros conformaban la definición de la categoría de mujer. Usando su propia fuerza física como evidencia empírica, Truth demostró que ser mujer no dependía de las características asociadas a la feminidad y cuestionó la marginación de los cuerpos femeninos negros, tan necesaria para elevar la fragilidad de la feminidad blanca al ideal femenino. ‘¿No soy yo una mujer?’ (Ain’t I a Woman) es una de las primeras críticas feministas al esencialismo de género; el discurso de Truth era un reconocimiento de la interacción de las jerarquías de raza y género en el contexto de la sociedad patriarcal de la supremacia blanca (Hooks, 1981).
Simone de Beauvoir también deconstruyó la feminidad diciendo que ‘no se nace mujer, se llega a serlo’. En su ‘Segundo Sexo’, afirmaba que el género no es innato, sino que impone una serie de roles y que se nos socializa para adoptar unos u otros en función de nuestro sexo biológico. Resaltó las limitaciones de estos roles, particularmente las impuestas sobre las mujeres como consecuencia del esencialismo de género, de la idea de que el género es innato.
Como de Beauvoir defendió, el esencialismo de género ha sido usado contra las mujeres durante siglos con el objetivo de negarnos la entrada en la esfera pública, en la vida independiente de la dominación masculina. Afirmaciones como que la mujer tenía una capacidad intelectual inferior, una pasividad inherente y una irracionalidad innata, eran excusas que se utilizaban para relegar la vida de las mujeres al contexto doméstico, basándose en la idea de que ese es el estado natural de la mujer.
La Historia demuestra que la insistencia en que existe un “cerebro femenino” es una táctica del patriarcado que ha servido para que el sufragio, los derechos de propiedad, la autonomía del cuerpo propio y el acceso a la educación formal, fueran dominio exclusivo de los hombres. Si miramos la larga historia de la misoginia, que se apoya en la idea de un cerebro femenino, no solamente comprobamos que es científicamente falso sino que además este neurosexismo (Fine, 2010) o neuromachismo es contradictorio con la perspectiva feminista.
Y aún así el concepto de cerebro femenino está siendo reivindicado no sólo por los conservadores sino también en el contexto de las políticas queer y de izquierdas, que generalmente se consideran progresistas. Explorar el género como una identidad en contraposición con una jerarquía, a menudo se basa en la presunción de que el género es innato —”en el cerebro”— y no construido socialmente. Así, el desarrollo de las políticas trans y los consecuentes desacuerdos acerca de la naturaleza de la opresión de la mujer —sus raíces y lo que define a la mujer— han abierto una gran grieta (MacKay, 2014) en el seno del movimiento feminista.
Feminismo e Identidad de Género
La palabra transgénero se usa para describir el estado de un individuo cuya concepción de su propio género no está alineada con su sexo biológico. Por ejemplo, a alguien que nace con cuerpo de mujer y se identifica como hombre se le denomina hombre trans (transhombre) y a alguien que nace con cuerpo de hombre y se identifica como mujer se le llama mujer trans (transmujer). Ser transgénero puede implicar cierto grado de intervención médica, que puede incluir terapias de reemplazo hormonal y cirugía de reasignación de sexo, un proceso de transición que se lleva a cabo para alinear el Yo material con la identidad interna de las personas transgénero. Sin embargo, de los 650.000 británicos que entran en el paraguas transgénero, se estima que sólo 30.000 han llevado a cabo algún tipo de transición médica o quirúrgica.
El término trans describía inicialmente a aquellos que nacen hombres y se identifican como mujeres, o viceversa, pero ahora se usa para denominar una gran variedad de identidades basadas en la no conformidad de género. Trans incluye identidades no binarias (cuando una persona no se identifica ni como hombre ni como mujer), la fluidez de género (cuando la identidad de un individuo va cambiando de hombre a mujer y viceversa), y el género queer (cuando un individuo se identifica con la masculinidad y la feminidad a la vez o con ninguna de las dos), por nombrar algunos ejemplos.
Lo contrario de transgénero es cisgénero, una palabra que se usa para aceptar la alineación del sexo biológico con el rol de género que le corresponde. Ser cisgénero se ha establecido como privilegio en el discurso queer, con las personas cis en la posición de clase opresora y las personas trans en la de oprimida. Aunque las personas trans son innegablemente un grupo marginado, no se hace ninguna distinción entre los hombres y las mujeres cis en relación a cómo se manifiesta esa marginación. La violencia machista es responsable de los asesinatos constantes de mujeres trans (transmujeres), un patrón trágico que Judith Butler achaca a “la necesidad de los hombres de cumplir con los estándares socialmente establecidos de masculinidad y poder”.
Desde una perspectiva queer, lo que dictamina si la sociedad patriarcal te margina o te beneficia, es el género con el que te identificas y no la casta sexual a la que perteneces. En este sentido, las políticas queer están fundamentalmente en desacuerdo con el análisis feminista.
El marco queer posiciona el género en la mente, donde existe como una identidad autodefinida positivamente, no como una jerarquía. Desde una perspectiva feminista, el género se entiende cómo el vehículo para perpetuar el desequilibrio de poder estructural que el patriarcado ha establecido entre las castas sexuales.
“Si no se reconoce la realidad material del sexo biólogico o su significado como eje de la opresión, la teoría política no puede no puede incorporar ningún análisis del patriarcado. La subordinación continua e histórica de las mujeres no ha surgido porque algunos miembros de nuestra especie decidieran identificarse con un rol social inferior [y sería un acto de atroz culpabilización de la víctima (victim blaming) sugerir que así ha sido]. La opresión ha surgido como método por el cual los varones pueden dominar a esa mitad de la especie que puede gestar descendencia, y explotar su labor sexual y reproductiva. No podemos entender el desarrollo histórico del patriarcado, ni la continua discriminación machista, ni la misoginia cultural, si no reconocemos la realidad de la biología de la mujer ni la existencia de una casta de personas biológicamente hembras.” – Rebecca Reilly-Cooper, What I believe about sex and gender
Como la teoría queer se basa en pensamientos post-estructuralistas, por definición es incapaz de aportar un análisis estructural coherente de ninguna opresión sistemática. Después de todo, si el Yo material es arbitrario en la manera en que cada uno experimenta el mundo, no puede ser un factor en el entendimiento de ninguna casta política. Lo que la teoría queer no advierte es que la opresión estructural no tiene nada que ver con cómo se identifica cada individuo. El género como identidad no es un vector en la matriz de la dominación (Hill Collins, 2000) –si alguien se identifica o no con uno o varios roles de género determinados, no tiene ningún efecto en la posición que el patriarcado le otorga.
El Problema con la Etiqueta ‘Cis’
Ser cis significa “identificarse con el género asignado al nacer”. Pero la asignación de roles de género basada en las características sexuales es una herramienta del patriarcado que se usa para subordinar a las mujeres. La imposición de una serie de limitaciones en función del género asignado con el objetivo de definir la trayectoria de su desarrollo, es la más temprana manifestación del patriarcado en la vida de una persona, lo cual es especialmente dañino en el caso de las niñas.
El esencialismo que se esconde tras la asunción de que las mujeres se identifican con el vehículo de su opresión, se basa en la creencia de que las mujeres estamos inherente e idóneamente preparadas para que se ejerza poder sobre nosotras. En otras palabras, categorizar a las mujeres como ‘cis’ es misoginia.
A través de la lente postmoderna de la teoría queer, la opresión como casta sexual se ve como un privilegio. La violencia masculina, a nivel global, es una de las primeras causas de muerte prematura de las mujeres. En un mundo en el que el feminicidio es endémico, en el que una de cada tres mujeres sufren violencia machista… nacer mujer no es un privilegio. Que una mujer nacida hembra se identifique con un rol de género determinado o no, no influye en si se verá sometida a la mutilación genital femenina, o en si tendrá dificultades para acceder al cuidado médico de su salud reproductiva, o en si será discriminada por menstruar.
Es imposible escapar a la opresión material de base mediante la identificación personal como individuo del género opuesto. Por tanto, la etiqueta cisgénero tiene poca o ninguna influencia sobre la posición en la que el patriarcado coloca a las mujeres. Considerar que habitar un cuerpo de mujer es un privilegio, implica rechazar el contexto sociopolítico de la sociedad patriarcal.
La lucha por los derechos de las mujeres ha sido larga y difícil, cada avance conseguido a un muy alto precio por aquellas que resistieron al patriarcado. Y la lucha no ha terminado. Los significativos avances en el reconocimiento de los derechos de las mujeres conseguidos por la segunda ola de feministas, fueron deliberadamente rechazados con una reacción sociopolítica muy violenta (Faludi, 1991), un patrón que se está repitiendo en la actualidad hasta tal punto que el acceso de las mujeres al aborto legal y a otras formas de cuidado de su salud reproductiva está siendo puesta en riesgo por el fascismo conservador que prolifera en Europa y Estados Unidos. Intersecciones de raza, clase, capacidades y sexualidad, también juegan un papel importante en la definición de la manera en la que las estructuras de poder actúan sobre las mujeres.
Y aún así, en nombre de la inclusión, las mujeres estamos siendo despojadas del lenguaje requerido para identificar y posteriormente combatir nuestra propia opresión. Las mujeres embarazadas pasan a ser personas embarazadas. Amamantar pasa a ser dar el ‘pecho/torso’ (chestfeeding en lugar de breastfeeding). Citar la biología de las mujeres se convierte en una forma de intolerancia retrógrada que hace imposible el hablar de las políticas reproductivas, de parto y de maternidad sin transgredir la ‘norma’. Además, hacer que el lenguaje en referencia al sexo sea neutral, no previene o combate el que las mujeres sean oprimidas como casta sexual. Borrar el cuerpo de las mujeres no altera en manera alguna la forma que tiene el género de oprimir a las mujeres.
Desde el punto de vista queer, el discurso de género pertenece exclusivamente a aquellos que se identifican como trans. El resultado es que muchas feministas tratan de evitar el tema del género, a pesar de ser la jerarquía que desempeña el papel principal en la opresión de la mujer. Las invitaciones a beber lejía o a morir en un incendio son, nada sorprendentemente, una táctica silenciadora muy efectiva. Los chistes y las amenazas —muchas veces imposibles de distinguir unos de otros— en referencia a la violencia contra las mujeres se usan de manera habitual para callar voces disidentes. Este abuso no puede ser considerado como defensivo, como la frustración de los oprimidos volcada sobre el opresor. Es, en el mejor de los casos, hostilidad horizontal (Kennedy, 1970), y en el peor, la legitimación de la violencia masculina contra las mujeres.
Las políticas de identidad queer yerran al obviar, y a veces ignorar, las formas en las que las mujeres son oprimidas como casta sexual. Este abordaje selectivo de las políticas de liberación es defectuoso en su fundamento. Despolitizar el género y abordar de manera acrítica los desequilibrios de poder que crea, no beneficia a nadie y mucho menos a las mujeres. Sólo la abolición del género traerá consigo la liberación de las restricciones que el género impone. Los grilletes del género no pueden ser rediseñados como objetivo en la búsqueda de la libertad.
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